Para Claudia, el mar.

 

Para el pájaro el nido, para la araña su tela, para el hombre la amistad”

William Blake

Se detuvo. Titubeó. Caminó improvisadamente y también más tarde con decisión de avezado comprador. Volvió a detenerse, ahora casi en el centro mismo de la vorágine en que se hallaba. Miró con detención e insistencia. Escalas mecánicas subían y bajaban incesantes; hombres y mujeres de todas las edades pasaban: rápido, lento; rápido, lento; pasaban incansables. Niños de infinitos portes y tipos e iguales gestos se sucedían como seriados, siempre inquietos, o llorando o riendo. Adolescentes de pelajes diversos, displicentes y a la moda pululaban satisfechos. Los millares de luces, caldeaban el aire.

Agudo, inspeccionó los variados rostros que veía pasar vertiginosos; muestrario, pensó, de ansiedades, satisfacciones y agotamientos. Perplejo, observó el desfile que se le ofrecía bizarro, con mirada atenta, inquisitiva. El ambiente cargado de calor le enturbió la vista. Los innumerables olores, pegajosos y densos, le sacudieron la piel y la ropa. Ávido, buscó una señal de si mismo en los muchos reflejos que, plenos, otorgaban aspectos enfriados de su entorno. Frente a una espaciosa vitrina, midió los efectos del lugar en su vestimenta; consideró su alrededor con aire de disculpa al tiempo que se pasaba la mano por el pelo, alisándoselo con insistencia. Corrigió luego la posición de su chaqueta, abrochándosela y desabrochándosela, alternativamente. Observó finalmente sus gestos desgranarse en los múltiples espejos, como seccionados por una ducha de cristales verdosos. Midió la inquietud que se apoderaba de él por la cantidad incontable de variaciones que su figura sufría, entre las muchas representaciones que de si, alcanzaba a ver. Repitió ademanes, asegurándose de ellos en las variaciones que le imitaban. El rostro le fue devuelto contra su propia imagen, difuso, desenfocado; en un pronunciado descalce, puesto a prueba por luces intransigentes y fieras. Se vio sobreexpuesto, clareado, lo mismo que pintado en una cartel con excesivo blanco.

Repentinamente volvió sobre sus pasos, como asustado, descendió al nivel de la salida, apresurado. Dejó la escalera continuar y apartándose de ofertas y precios, ruidos y atmósferas, maniquíes y objetos, perspectivas y flujos; fue abriéndose paso entre los múltiples paseantes. Confundido, manifiestamente extraviado se dejó llevar, por un momento, con las oleadas de gente. Equilibrándose, hundió la mano en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, hurgando ahí, un contenido inexistente. Avistó la salida asaltado por vahos sofocantes, perfumes y pieles bronceadas, salvó la distancia que lo separaba de las puertas automáticas. Su memoria retenía fragmentos, miles de fragmentos. El último gesto de Matías Folch antes de salir del centro comercial fue, llevarse un dedo a la nariz para acomodar unas imaginarias gafas. Afuera, la noche resplandecía, naciente. Un aire tibio lo despeinó. Matías Folch se sintió liberado, esta sensación consoladora lo ayudó a enfrentar la noche que a pedazos se reconstruía.

Los movimientos visibles e invisibles de Matías Folch, fueron cautelosamente vigilados. Distantes, en aspectos tan variados como los desplazamiento de quien los producía. Isidoro Gan, permaneció tenaz, inadvertido, a la espera. Anticipó con precisión la huida del hombre que deambulaba. Refugiado en una tienda próxima a la salida, revisó corbatas aguardando la figura de Folch, cuando este cruzó las puertas, saliendo al exterior, Isidoro Gan abandonó la tienda sin comprar nada y siguió impasible el camino del que se iba.

Alejándose, abatido, Matías Folch caminaba, balanceando su silueta parca. Aspiró los ruidos, según él,liberadores , de la ciudad que se entregaba resuelta a la oscuridad. El ritmo de sus pasos le restituyó lento la seguridad perdida de modo creciente a como aumentaba la fuerza de las pisadas. Empequeñecido por las altas luces se concentró en su sombra, movediza, adelantándose a cada uno de sus actos. La sombra de Matías folch, ahora, pareció ensancharse hacia el lado izquierdo, para hacerse de pronto ancha y bicéfala. Comprendió que no caminaba solo, en un sentido muy particular; cerca suyo un roce sobre el pavimento delató una presencia decidida. Mientras una gruesa paletada de angustia le caía por los hombros, los ojos de Matías Folch retuvieron un escote que se deshizo denso en su mirada ansiosa, gentes iban y venían, envolviéndolo; giró sobre si mismo y enfrentó a quien intuyó, lo seguía.

El desconcierto de Matías Folch se estrelló contra un rostro beatífico, casi amplio. La mirada plena, adormecida, suficiente.

-Soy Gan, Isidoro Gan; permítame hablarle. Sonó la voz completamente separada de quien la emitía, como viniendo de un conjunto de recuerdos. Haciendo un gesto rápido, distinguido tendió una mano larga, los ojos apagados poniendo un destello sombrío a su actuar mesurado.

Matías Folch estrechó la mano que se aproximaba autoritaria. Las manos se apretaron el tiempo suficiente para que se hiciera del todo de noche, los sonidos se tornaron más sordos, pacíficos, indirectos. Bien, dijo. Me llamo Matías, Matías Folch, puede hablarme.

-Mire, le he visto en el mall. Realmente le he seguido, observado. Escúcheme, me parece Ud. Alguien confiable, inteligente. Aquí se detuvo, levantó la cara al cielo, gesticulando pausado.

Da la espalda a Matías Folch para volverse de improviso y mirarlo fijamente. Quisiera, dice, proponerle un asunto de suma importancia, ineludible. Con precaución se peina los cabellos grises hacia atrás con la palma de la mano, continuamente. Matías Folch, atento, permanece sujeto a si mismo. Ahora caminan entre los autos estacionados, trazando un camino revuelto, entretanto Matías Folch se sacude finísimas hebras de sombra de la chaqueta pálida.

-Continúe, por favor, le estoy escuchando.

-Si, por supuesto. Verá, necesito su ayuda.

-Pero, ¿cómo? ¡Ud. no me conoce! ¿Qué podría yo hacer?

-Le diré. Yo, esta tarde en algún momento de su transcurso, maté a mi mujer. Le pido su ayuda. Será necesario hacer que el cadáver desparezca. Soy honesto, estoy depositando mi confianza en Ud. Calló, miraba a Matías Folch con ojos penetrantes, nada en él se perturbó, al menos visiblemente. Tenues notas de música envolvente y frágil, trajo el viento desde el centro comercial al espacio de los dos hombres.

Matías Folch se quedó helado, pareció no comprender. Hizo un gesto brusco, casi queriendo apartar de su entorno la música que venía, fijándose en el aire, dulzona. Miraba el suelo tratando de clasificar los zapatos de Isidoro Gan en algún orden de apariencias. Perplejo se incorporó al fin de su mutismo, articulando:

-¡no, no es posible! ¿Cómo podría aceptar semejante proposición? –jadeante, alzó el rostro para agregar: -¡Por quien me toma! ¿Quien cree Ud que soy¡

-Sr. Folch, no se exalte. Es simple, yo necesito quien me ayude en, digamos, esta difícil circunstancia. Ud. me parece la persona indicada, estoy en sus manos, créame; no hay engaño en esto. Sólo debe prestarme su ayuda en algo preciso¿Qué le complica?

-¡Nada! Es decir, todo. ¿Qué busca? Me dice algo tan absurdo así, brutalmente. ¿Por qué habría de aceptar? Nada, pues ¡Nada tendrá de mi! ¡Váyase!

Matías Folch podría haberse ido él, en ese mismo instante, sin embargo permaneció allí. Inmóvil repentinamente enmudecido.

Isidoro Gan estudiaba la lejanía, su pie seguía rítmicamente los acordes que se oían, ahora más fuerte. Vestía elegantemente, sus ropas a todas luces caras. No muy alto tendría unos cincuenta y cinco años, sería pues, unos diez años mayor que Folch. Lo miraba, sereno, implacable, para decir con aire sosegado, cautelosamente:

-Bien, me ayuda ¿Qué me dice? Mire Folch, estoy en un apuro, soy franco. Le ofrezco la oportunidad de participar en algo extraordinario, una oferta de inestimable valor, por cierto ¡Vamos, no sea cobarde! Matías Folch está incómodo, evita el rostro de Isidoro Gan, mete las manos en los bolsillos de la chaqueta, las saca, se coge las manos, constantemente va alisando sus solapas. Empuña las solapas con fuerza y dice:

-¿De qué habla? Esto es ridículo, no necesito sus ofertas…..descabelladas ¡Olvídelo! Guarda silencio, esta mirando, calmado ahora, fijos los ojos en los de Gan. Percibe un hombre dominado por una tristeza fría, incalculable, baja la vista y se queda mirando las puntas de sus zapatos mientras pronuncia lento, susurrante:

-Esta bien, dígame ¿Cómo haremos? Le asistiré. Dijo esto marcando significativamente la última palabra, como si se dirigiera a un enfermo.

-Le agradezco profundamente, bien no perdamos tiempo, vamos a mi auto. Isidoro Gan emprendió el camino seguido de Folch, escasos automóviles poblaban el espacioso lugar, la hora había actuado con eficacia. Sorteando vehículos se acercaron seguros hasta el automóvil estacionado bastante al fondo en relación a la calle. Matías Folch pudo ver su rostro, blanco, en el reluciente costado de la portezuela.

La noche era densa, en esa época del año empezaba a ponerse cálido, el, invierno ya estaba saliendo de las vidas de ambos hombres. Abordaron el auto y dando un giro bordeando el centro comercial, tomaron la calle lateral para alcanzar la autopista con un destino impreciso. Aún circulaban variados vehículos agitando la noche ya avanzada; serían cerca de las veintitrés horas.

El aire nocturno se iba llenando más y de a poco de oscuridad espesa, las luces, fugaces, se deslizaban haciendo trazados inasibles sobre pavimentos y distancias. Semáforos y letreros luminosos teñían de halos coloreados aspectos e la ciudad, esquinas y fachadas parecían diluirse en atmósferas pigmentadas produciendo estelas y fulgores. Gentes caminaban; atrapadas por aficiones sombrías desparecían entre sombras aún más sombrías, soñando paraísos confusos. Isidoro Gan conducía su automóvil con mesura, impenetrable. Desplazándose a velocidad moderada dejaban atrás árboles, edificios recientes y arquitecturas de formas actuales, automotoras y restaurantes de prestigio, construcciones alzándose arrogantes, locales de comida rápida y gasolineras desiertas. La noche cubría igualitariamente todo esto y el movimiento del coche en que atravesaban la ciudad los dos hombres. Bajaban desde el oriente hacia el centro de la urbe, en silencio. Cada uno esperaba que su acompañante hablara. Matías Folch mira al conductor Gan. Sin inquietarse abandona la mirada después en las calles, va contando, mecánico, como pasan los faroles; siente el pesado silencio extenderse por el parabrisas nublándolo. Cruza los brazos sobre el pecho ocultando un brevísimo temblor, de las manos.

Era Matías Folch hombre de unos cuarenta añosa, de estatura mediana y gestos estudiados, formales. Propenso a la introversión, gustaba de las palabras expresivas; sonoras. Sus relaciones y afectos se caracterizaban por el desapego y la distancia concentrada. Vestía correctamente y sus andares tenían la impronta del aburrimiento o la indiferencia, gustaba Matías Folch de las tardes lánguidas; sin duda para su escasa persona, excesivo. Era hombre aficionado a la soledad o, más exactamente, al aislamiento, trazas de autismo teñían su personalidad como luces distantes; se estaba bien, pensaba, entre los ruidos callejeros y las avenidas de noche. El gusto por los parajes nocturnos lo dominaba, según él, arrebatadoramente. Dejo de mirar por la ventanilla y sus ojos resbalaron por la cara de Isidoro Gan, este, seguía sin hablar, el rostro sin demasiadas arrugas, parecía impenetrable a la escasa luz del interior del automóvil. Harto del obstinado silencio, Matías Folch habló: Sr. Gan, esto me impacienta. Dígame ¿Dónde vamos? Oiga ¿Dónde está “ella”?

-Se lo diré. Pensaba, pensaba. ¿Cómo hacer esto? ¿Ud. Me acompaña incondicionalmente?Bueno, está aquí y prometió ayudarme…..¡Yo no prometí nada realmente! Interrumpió Folch. –Le ayudaré, de todos modos, ya le dije. Ahora, dígame de una vez ¿Dónde la tiene? Esto exige premura ¡Sea claro!

-¡Hombre! Es obvio que esta aquí, es decir, con nosotros. Diciendo esto, Isidoro Gan detuvo el auto, agregando: Salga, vaya al maletero. Compruébelo Ud. Mismo. Matías Folch sintió un agudo tirón en el cuello. Se quedó mudo, paralizado. Por algunos segundos permaneció viendo a Gan, el temor partiéndole los ojos. Recuperándose de golpe, asió a su acompañante por el hombro, sacudiéndolo chilló; ¡Aquí! ¡Viajamos, nos paseamos con un cadáver! ¡Así, simplemente! ¡No, no iré a ver nada, eche a andar el auto, vamonos de una vez! Tragó saliva y continuó; Bien, dígame ¿Cuál es su plan? ¿Qué cree Ud. será lo adecuado para esto?

-¡Que desaparezca! ¿Qué más? No hay plan alguno, estoy esperando que Ud. proporcione lo indicado. Piense, no sea torpe. Le pedí ayuda¿no? Matías Folch escuchó desarmado, confuso se entregó a la contemplación de la ciudad con la mente vacía. La medianoche dominaba fría, en el cielo.

Con velocidad moderada atravesaron el centro urbano que los vio pasar sumergido en sus parajes habituales; esquinas sucias y merodeadores andrajosos, parejas desiguales, personas solas y grupos saliendo de bares ruidosos. Capas de soledad cubriendo cornisas y veredas, basura acumulada, mendigos. Indiferentes dejaron atrás el perímetro céntrico, internándose en barrios viejos de tránsito escaso. Matías Folch propuso beber algo, detenerse un momento y así, pensar con calma el destino del molesto pasajero o, debería decir, ¿equipaje? Expreso esto con palabras quebradas. Isidoro Gan estuvo de acuerdo. Cognac estaría bien, dijo. Estacionó luego el auto al costado de una plaza de barrio rodeada de locales que tenían alguna animación, descendió del auto y paseó la mirada por el lugar. Edificios de poca altura se repartían alrededor de la plaza, en la planta baja de algunos se veían las luces coloreadas de bares y cafés, se encaminaron frontalmente al bar más próximo.

El “Royal café-bar” abría sus puertas al parecer toda la noche a todo aquel que quisiera entrar, el neón y las fotografías nostálgicas daban el tono. El humo de muchos cigarrillos nublaba los espejos sobre la barra. Mientras el mesero ponía dos cognacs de buena marca sobre la mesa, a la luz del bar Isidoro Gan se veía rejuvenecido, mirando fijamente a Matías Folch dijo:

-Estoy arrepentido, créame. Aspiró un manojo de aire y sus manos apretaron la copa con vehemencia. Fue un asunto inevitable, yo necesitaba cambiar mi vida, es todo. Bebió un trago y guardó silencio. Agregó después de un silencio que pareció dominar todo el recinto, El tiempo pasa, ¿Cómo no libraremos de ella?

-Sr. Gan, no me explique nada, pero¿alguien pudo verlo?

-No. Con seguridad. Nadie pudo haberme visto, lo garantizo.

-¿Huellas?

-Imposible. Todo limpio, la perfección ha sido una de mis virtudes.

-¿Perfección? ¿Virtudes, dice? Ahora se encuentra aquí atorado. Ha debido recurrir a mi, un completo desconocido. ¿Qué hacer? Escuche Gan, le propongo que la abandonemos por ahí, Ud. Denuncie una desaparición. Si la encuentran Ud. no sabe nada ¿Qué dice?

– No sea estúpido Folch, eso, complicaría las cosas. Si la encuentran yo confesaría. Necesitamos algo definitivo, como una segunda muerte. Matías Folch escuchaba entreteniéndose con la copa entre los dedos. Consultó su reloj, marcaba la una con tres minutos. Trato de imaginar las acciones y el lugar apropiados sin concentrase del todo, su mente recorrió sitios probables, todos inaccesibles, fantasiosos. Quiso largarse pero comprendió que ya estaba involucrado hasta el cuello, no, no podía abandonar a Gan. Encendió un cigarrillo y dijo repentinamente, lanzando un finísimo hilo de humo, sigiloso:

-Dígame Sr. Gan ¿Cómo se llamaba su mujer? ¿Puede decirlo?

-Si, puedo. Claudia. Lo dijo seco, desviando la mirada analizó las fotografías que se repartían por la pared, frente a él. Contó con los dedos las que podía identificar. -Claudia, un nombre distinguido- agregó, así lo creo. De pronto aguzó el oído con expresión intrigada, pretendiendo identificar la música que entre el bullicio se percibía débil. Isidoro Gan se encumbró en su silla dirigiendo unos ojos cargados de pasado a Folch que le contemplaba compasivo. Después de una pausa murmuró: fantástica, una mujer fantástica….aunque temerosa. Vació su copa y haciendo una seña al mozo indico dos tragos más, se pasó la mano con fuerza por la frente queriendo borrar un sudor inexistente al tiempo que decía: escuche, Folch, sólo le diré su nombre. Algo exaltado agregó ¡No le diré nada más de ella, no me sacará nada más! Calló depositando un silencio afilado sobre la mesa junto a las copas relucientes.

Bebieron sin hablar, lanzándose muradas cuidadosas y furtivas, parecía que no querían decirse nada que estuviera demás, interrumpiendo –si hablaban- algún pensamiento o idea decisivos. Isidoro Gan se levantó, dejando una cantidad de dinero sobre la mesa. Indicó con una seña al mesero que se marchaban dirigiéndose a la salida. Pasó cautelosamente por entre las mesas, antes de salir del todo, volvió a mirar con interés las fotografías que colgaban repartidas por las paredes del local. Empujó luego con fuerza las puertas desapareciendo tras ellas. Matías Folch lo siguió haciendo el mismo recorrido, afuera la pesada oscuridad lo golpeó indecisa, poniendo una mueca desdeñosa en su cara. Caminó hasta el auto estacionado y se quedó mirando interrogativamente la parte trasera el vehículo sin atinar a subir a el. Desde el interior del automóvil se oyó la voz impaciente de Gan, ¡Vamos Folch, suba ya! ¡Cree que estamos de turismo! Matías Folch se indignó, entró al auto violentamente diciendo: ¡Maldito, que se imagina que hace! ¡Cállese y sepa que puedo dejarlo tirado aquí ahora mismo! ¿Qué tal si me largo y lo dejo solo con su asqueroso problema? o ¿voy y lo denuncio? ¡podrá, entonces, irse al infierno si quiere con su mujercita! ¿Comprende? Calló, agregando luego; -Dije que le ayudaría y le ayudaré. Se arrellanó en el asiento ajustándose el cinturón de seguridad sorprendido de su reacción frente a la impaciencia de Gan. Después de todo él, no era responsable de nada. Adelante, dijo, salgamos hacia la costa.

Tomaron la carretera al oeste. Irían directamente al mar pasando por la ciudad de V. Llegarían en dos horas. Isidoro Gan intuyo que Folch tejía un plan infalible. Aferró el volante con decisión imprimiendo una sonrisa clara a su rostro expectante. Encendió la radio como si de pronto recordara que existía la música y una melodía de moda fue inundando el interior pulcro del auto y los oídos de ambos hombres, mientras las frases de la canción se desparramaban al ritmo de ácidos acordes. Con ese sonido por compañero pasaron veloces por los límites suburbanos, abriendo la mirada a oscurecidos terrenos baldíos y zonas de marcado aspecto rural. Letreros camineros les daban la bienvenida a promesas de vacaciones soñadas y aire limpio, paradisíaco. El coche, con las luces amarilleando pedazos gruesos de viento nocturno, enfiló su elegante silueta autopista adentro.

Suaves quejidos dilatados desde la radio, rumoreaba una voz femenina acompañada de ruidos estridentes cuando Matías Folch, reclinado en su asiento encendió un cigarrillo iluminando el perfil del conducto de un tono levemente rojizo. Dando una calada larga dijo al momento que exhalaba una bocanada de humo lenta: Sr. Gan, estaremos de acuerdo en que Ud. Aceptará lo que le proponga ¿verdad? Isidoro Gan asintió con la cabeza moviendo los dedos sobre el volante al ritmo de la música; animado conducía rápido y seguro. Entonces, continuó Folch, actuaremos lo más pronto posible, hay dos alternativas plausibles: o la enterramos o la arrojamos al mar. Lo primero no resultaría, carecemos de herramientas y es demasiado arriesgado, de modo que haremos lo segundo, conozco el lugar propicio, espero no tenga reparos. Calló y aspiro su cigarrillo casi sin rozarlo.

Isidoro Gan mantuvo la mirada fija en la carretera que se extendía aplastada de noche delante, sin mirar a su acompañante articuló severamente: completamente de acuerdo, es su responsabilidad encontrar el lugar preciso, que no aparezca más es indispensable, el mar es vasto, será como diga, sólo que…aquí hizo una pausa y su serenidad pareció trastabillar en un suelo lleno de pedruscos. ¿Sólo que? Interrumpió Folch que escuchaba atentamente Isidoro Gan callaba inescrutable. El pavimento pasaba raudo bajo el auto, algunos camiones y coches empequeñecidos por la distancia podían verse a lo lejos, a esa hora diminutas luces movedizas.

-¿Sólo qué? repitió Matías Folch con inquietud, agregando, ¡Hable de una vez hombre!

Molesto miraba a Gan fijamente. Agitó las manos pasándoselas nervioso por la cara y el pelo ¡Hable de una vez! Increpó.

-Mire Folch, entiéndame, es sólo que…quisiera quedarme con algo…de ella.

-¡¿Cómo?! ¿Que quiere quedarse con algo de ella? ¿qué, pretende decir? ¿A qué se refiere?

-Sí, le digo, algo, no se…

-Pero Gan, Ud. tendrá muchas cosas. Era su esposa, tendrá fotos, ropas, objetos… Matías Folch contuvo el aliento callando abruptamente, sintió un calor pesado en la cara, aspiró aire con fuerza y abrió la ventanilla sacando completamente el brazo fuera. El aire frío del exterior le encogió los dedos y un pedazo del alma. Volvió el rostro hacia Gan y exclamó:

-Oiga Gan, ud. quiere decir, un… ¡un trozo de ella! ¡Eso, eso quiere decir, sí no me engañe! ¡Es, es Ud. un enfermo!

Matías Folch sintió que la indignación y el asco crecían en su interior como fuego sobre pastizales secos, algo así como una humedad caldeada le subía desde los pies a la cabeza. Confundido no pensó ya nada, abandonándose a su sensación terca.

-Compréndame, se oyó decir a Gan, piense lo que quiera. Yo necesito conservar algo suyo. La voz, el olor no puedo tenerlos ya, pero…un dedo será suficiente.

¡Pare el auto! Gritó Folch ¡Pare el auto ahora mismo le digo! ¡insano! ¡Deténgase!

Matías Folch parecía fuera de control, el viento colándose por la ventanilla le revolvía el pelo deformando su rostro.

Isidoro Gan conduce impasible, mientras disminuye la velocidad del coche va diciendo: Sr. Folch, hace una pausa larga, no puede abandonarme, de algún modo es mi cómplice, se ha dado cuenta de este pequeño detalle. ¿sabe la hora que es? No se quedará aquí en esta carretera solitaria, además no se lo permitiría, me siento, como decirlo, hace otra pausa, responsable por Ud. Agrega ahora enérgicamente ¡Basta! No compliquemos las cosas, estamos juntos en esto. ¿Qué le pasa Folch, está temblando? ¿No tiene agallas?

-¡sí tengo! ha exclamado Folch de pronto secamente, pero no contribuiré a su insensatez; seguramente yo tendré que obtener el dedo y luego ¿Qué más? ¿Qué más se le ocurrirá que haga? ¿Deberé sacarle los dientes, besarla en nombre suyo y su inmenso amor y arrepentimiento? -¡Cállese imbécil! Espetó Gan, deje de decir estupideces, haremos lo que diga y deje ya de gritar, parece un niño.

Había aumentado la velocidad. Serían las dos y treinta de la madrugada, una ligera niebla cubría el camino envolviendo el auto, grupos de árboles se alejaban fantasmales más allá de la berma.

-Llegaremos a la playa en una media hora. Conozco el lugar adecuado por la costanera siguiendo al norte. Le indicaré. La arrojaremos por la borda y se acabó, ¿me oye? ¡se acabó! Luego de expresar esto, Matías Folch guardó un silencio decidido, acurrucado en el asiento miraba el techo con expresión vacía. Apretó el botón alzavidrios, bajando y subiendo el cristal de la ventanilla repetida veces. Sentía el cuerpo rígido y un sudor persistente le humedecía la camisa pegándosela a la espalda. Encendió un nuevo cigarrillo clavando la vista en el humo que se elevaba en una columna movediza. Isidoro Gan conducía silencioso.

Arribaron a la ciudad de V. Pasando por el centro de esta tomaron rápidamente la estilizada avenida costanera. Grandes luces otorgaban una visibilidad naranjosa si no ocre y hacia la izquierda, el mar era sólo una apariciones blancas, regulares en una extensión negra. Ahora conducía lento y sereno Matías Folch, a su lado, Isidoro Gan tarareaba emocionado las canciones nostálgicas de la emisión nocturna. A ratos mencionaba nombres de orquestas y años de edición de discos añejos, su mente, con seguridad, se perdía en laberintos desaparecidos en el tiempo, -sólo nos queda la memoria-, dijo de pronto lanzando miradas de admiración al paisaje exterior. Bajó el volumen de la radio y aspiró ampliamente el aroma salino que se filtraba al interior del coche. Resueltamente, interrumpiendo los pensamientos de Gan, Matías Folch expresó con dureza: Estamos saliendo de la zona urbana, en unos veinte minutos habremos llegado, del asunto me encargo yo, le prohíbo intervenir.

El automóvil se deslizaba lento por un camino costero bordeado a tramos por grupos de casas residenciales y conjuntos habitacionales de estilo mediterráneo subiendo ordenados una pendiente suave, coronada de pinos y eucaliptos jóvenes. Enfrente una barrera, a ratos sólo cemento, otras veces elegante reja de hierro, dejaba adivinar paseos peatonales impecablemente empedrados y miradores atentos a los rumores del mar, que, más allá, humedecía arena oscura con lenguas relucientes. A medida que ganaban terreno yendo hacia el norte, disminuían ostensiblemente las casas cediendo espacio a zonas boscosas y cerros rocosos que iban a dar al borde del camino entre piedras, arena y maleza seca. Por los alrededores no se veía un alma, el alumbrado era cada vez más escaso, arriba el cielo adquiría ya esa claridad límpida que hacía sospechar un amanecer luminoso, esencial.

En el reloj del tablero podía verse refulgir la hora, marcaba la tres y cuarenta y un minutos de la madrugada cuando, Matías Folch, virando a la izquierda y a velocidad mínima, se adentró por un sendero arenoso flanqueado por arbustos medianos y altas rocas. Dejando atrás la autopista, ahora invisible, detuvo el auto cerca de un tronco pintarrajeado. Isidoro Gan, durante el trayecto había mantenido silencio roto ocasionalmente por frases sueltas como: ¡que paisaje, soberbio! o, ¡magnífica noche! Con lo que no hacía más que irritar a Folch, éste, apagó el motor del auto y pudo oírse, nítido, el reventar de las olas. Abrió la ventanilla y un vientecillo húmedo le palpó la frente, el ruido del mar creció ahora estruendosamente. Poniendo el freno de mano Matías Folch miró a Gan y fue diciendo: Desde aquí, más allá, sólo hay rocas; en una distancia de doscientos a trescientos metros, acantilado. Iré por entre las rocas y la arrojaré al vacío, Ud. me esperará aquí, déme las llaves de la maleta o se ¿abre desde aquí? Sí, dijo Isidoro Gan, pulsando un botón bajo el tablero, bien Sr. Folch, está abierto, vaya y ¡no desanime!

Matías Folch salió del auto. El aire marino le hirió las narices y agito sus ropas. Se detuvo un instante orientándose en la oscuridad, camino con lentitud a la parte trasera del auto, intensamente nervioso se quedó mirando la portezuela. Maldijo su debilidad, contó hasta diez y superando su indecisión alzó violentamente la puerta. Inclinó el cuerpo introduciendo ambos brazos lentamente en el interior en tanto sus ojos se acostumbraban a la oscuridad tratando de ver el cuerpo, el viento húmedo se le colaba por la chaqueta haciéndole temblar. Tentó más decidido el hueco del maletero y abriendo los ojos recorrió la totalidad de ese espacio. Incrédulo comprobó que allí no había nada. La maleta del auto estaba vacía.

Matías Folch se irguió rápidamente alzando las manos en u gesto iracundo, se cogió la cabeza pateando con violencia inusitada el parachoques trasero del automóvil, al tiempo que aullaba: ¡Maldito me ha engañado! Aquí no hay ningún cadáver, ¡esto está vacío! ¡Desgraciado, me engañó! ¡Me engañó, infame, demente! Se calló. Detrás de él Isidoro Gan contemplaba el cielo, el pelo cano, caído sobre la frente.

Matías Folch se volvió, Gan lo miraba desconcertado, pasándo por su lado y arrastrando los pies y fue a sentarse alejado, entre las rocas. Contempló derrumbado las lejanas espumas del mar perdiéndose en la distancia. Los pasos de Gan se acercaron pausados. En la oscuridad resonaron sus palabras como sumergidas en bruma: Matías, perdone. Esto ha sido un absurdo. Por un momento el silencio cubrió la respiración de Isidoro Gan. Continuó abatido: Sr. Folch, comprenda, soy un hombre solo; le ofrezco mi amistad, incondicionalmente. Matías Folch se irguió cansado, miró las pupilas inmóviles en la mirada transparente de aquel hombre envejecido, de ropas y maneras impecables. Fue asintiendo lento, pensativo. Sin apartar la vista de su interlocutor dijo: ¿Ud. ha leído muchos libros Sr. Gan?

-Yo diría bastantes

-Le confieso que me asombra, realmente, me asombra Gan. Folch calló tendiendo la mano a Isidoro Gan, con gratitud. Se estrecharon la mano con fuerza, mientras Folch decía, vamos, volvamos, ya ha sido suficiente.

-Si, opinó Gan, antes, dígame una cosa Sr. Folch: ¿Ud., efectivamente, me ayudaría a matar a mi mujer?

Matías Folch se quedó petrificado, por un momento, los gestos suspendidos. Clavó intensamente los ojos en los de Isidoro Gan. Después de un silencio duro, ambos hombres comenzaron a reír estrepitosamente, sacudidos por una alegría inconmensurable.

 

José-Luis Medel

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