LA ESCUELA CINEMATOGRÁFICA PUBLICITARIA EN CHILE: DÉCADAS 80 Y 90 DESPLAZAMIENTO DE LA INDUSTRIA

 

Una honda idiosincrasia, pero que debemos advertirla más que local, consideraba que la cinematografía publicitaria nada tenía que ver con el pensamiento, la reflexión, o el talento cinematográfico. Esta concepción ha variado notablente desde mediados del siglo XX hasta hoy. El anatema generalizado, muy ligado, esto por lo menos entre nosotros, a una idea jerarquizada y moralizante, ha cedido a una expandida desconfianza por las discusiones axiológicas respecto a la responsabilidad social, y a una inteligencia eminentemente pragmática, que separa en departamentos las distintas actividades y discursos que un mismo individuo es capaz de desplegar en la sociedad, entendiendo que los otros se pliegan al mismo recurso para entenderse y relacionarse contextualmente. Por lo menos en nuestras sociedades, hay una fricción permanente entre lo que se hace y lo que en realidad se quiere hacer, y ésa es una fricción que concierne hoy al tiempo de cada uno, más que a un atormentarse respecto a purezas o prostituciones. Es muy improbable que un cineasta, en sudamérica, que presta sus servicios a una agencia publicitaria, no resienta el tiempo considerable que debe dedicar a esa actividad, pero no ya como un desprecio, como un silencioso malestar proveniente de una superioridad y una verdad más plena, -aunque tal actitud, con razón o sin ella, subsista-, sino en lo que Orson Welles, citado por Tim Burton, también citado por Raúl Ruiz en una coferencia,(1) pensaba que no le era posible: trabajar para los sueños de otros. Ruiz se pregunta, le pregunta a sus lectores, si Welles acaso no se mostraba demasiado optimista al considerar que Holliwood era capaz de soñar, y podemos preguntarnos si la publicidad tiene un sueño que realizar o mantener, con la ayuda del talento arrendado. Es decir, si los grupos corporativos, en los que no distinguimos a un individuo gestor, sino a una sociedad anónima, están funcionando en base a un anhelo que se quiere realizar, en ese modo en el cual entendemos un sueño perseguido. El problema del poeta, del cineasta, o del músico, tanto como el del arquitecto que ha dado forma a los requerimientos de una empresa, no es tanto el autocuestionamiento por una supuesta mercenariedad, sino que el tiempo de vida y de oportunidad de realización se le escapa, en un trabajo en el cual la presión y la tensión, diríamos nerviosa, y si se quiere neurótica de los medios en los cuales están envueltas grandes sumas, poco tiene que ver con la monotonía y el programa de horas libres más o menos estables de un funcionario.

¿Qué es lo que ha habido en este cambio de valoración respecto a medios o formatos anteriormente peyorativizados por una conciencia, o una creencia en el poder transformador, promotor de cambios en las conductas sociales, del cine? Entre otros factores, está la desilusión del propio arte y del pensamiento teórico respecto a ese rol, en el cual entendemos a las vanguardias. Aparece una dificultad si miramos la publicidad como una máquina de hacer mentiras, no solamente porque para ejercer esa crítica se ha necesitado antes oponer una certeza, una verdad, sino porque la situación a que nos enfrentamos hoy es que no importa si algo es mentira o verdad para que funcione y sea efectivo. No creemos mucho en nada, anota Gilles Deleuze en la segunda parte de sus estudios de cine, es como si la muerte, el amor, nos concernieran sólo a medias. Sobre un vaciamiento de horizontes, sobre el trauma sórdido del salvajismo policial anti-marxista, se ha instalado gradualmente la sordina de los spots, de la más diversa variedad. ¿Hubiera ocurrido así de todos modos? ¿Era antes ya de este modo, es decir, en esa conocida acepción, aunque jamás escrita institucionalmente, de que la televisión le habla a ávidos púberes de doce años?

La coyuntura publicitaria, en su papel de indirecta sustentadora de la cinematografía entre la segunda década de los 70 hasta la década 90, relación que continúa, ha sido el territorio donde tuvieron lugar las tranformaciones discursivas masivas, referidas a la imaginación cinematográfica , y por extensión, podemos advertirla en el nuevo ámbito del cortometraje. Tal vez no es necesario extendernos respecto al sitio que ella ocupa en la nueva idea de relaciones humanas de la cual viene a ser precisamente su pantalla de exhibición estética. Así, la publicidad como disciplina académica, hace su entrada en las universidades y en los institutos técnicos, ligada a las necesidades de la revolución económica desde su implementación política durante la dictadura militar. Pero si ella invade pronto los horizontes proyectivos de los artistas en formación, y en muchos casos, de aquellos formados en el período anterior, esto no significa una traición al anterior modo de pararse ante ante la realidad, incluso en el caso de cineastas ligados a los discursos sociales de la izquierda, pues la función propagandística de las realizaciones artísticas no ha dejado de ser un aditamento, si es que no un móvil preponderante al sentido de su producción. Y esa función estaba notablemente destacada y exacerbada durante la década 60 y primeros 70, oponiéndose a la misma, tan exhuberantemente desplegada por Hollywood, propagandista excelso. Entender el cine en su dimensión de sistema propagandístico no nos resultará difícil de aceptar, pero parece haber una diferencia importante entre la publicidad y la propaganda. Según lo podemos leer en un pequeño e interesante artículo,(2) que denomina a la publicidad como aquella disciplinada forma estética, que renueva desde los años 70 precisamente la anterior propaganda(llamada así para establecer la diferencia) chata y poco interesante, sobreexpuesta o agotada finalmente en su reiteración. Esta renovación ocurre en el ámbito audiovisual con la participación de prestigiados cineastas, auteurs, que realizan spots: Fellini, Lynch, Wenders, entre otros notables, Rydley Scott, por su parte, proviene desde el cine publicitario. Reproduce este artículo una entrevista a Wenders, en la que el cineasta argumenta su propia anterior inadvertencia de las potencialidades expresivas del formato. Dentro de su ámbito, la publicidad se entiende, se mira a sí misma como producto estético refinado, o por lo menos, de potencia estética proporcionada, en sus dimensiones, a la del formato mayor, del cual comienza a nutrirse. Aunque sería necesario apuntar que este artículo no problematiza ¿debido a su brevedad, o a su conformidad?, la traslación de contexto que supone leer un medio hiper industrializado desde otro, el nuestro, donde esta propia revista, en otros artículos, enfatiza las necesidades y falencias. Pero es este mecanismo de suma de artistas y nombres a los spots, esta otorgación de plusvalía y de prestigio, la que provoca una interrogación por el sentido de la mezcla alto-bajo. Es demasiada indudable, a ojos del espectador, la presencia del dinero. Es desde este punto de vista que nuestra perspectiva debe ser entendida distinta a la del primer mundo, pero no obsta a una desarticulación y desvanecimiento del sentido mismo, que no puede sustentar, por lo menos con categorías anteriores, la compartimentación de discursos, unos críticos y en resistencia, otros gratificadores y prestigiantes, dentro y a partir de un mismo emisor.

Tal vez sea que un autor particularmente inconforme y lúcido, como Fellini, al plegarse al sistema publicitario, provoque un remezón sobre alguna parte del espectador que ha entendido su obra como lugar de excepción a los discursos disciplinantes de la industria. No es el caso, por lo menos en mi opinión, en Scott, y tal vez tampoco en Lynch o Wenders, sino cuando un cuerpo del que hemos aprendido el dolor ante la grosería televisiva y publicitaria, de su chatura, en una forma particularizada y más allá de la sola ironía o el sarcasmo (Ginger y Fred), (3) aparece en este nueva tarea de prestar calidad, de renovar el formato publicitario. Comprender lo que aqui ha sucedido, y lo que no ha sucedido, supone la necesaria revisión de anterioridades, de ideologizaciones que a su vez (esto es lo que se nos hace presente), no han sido sino inculcaciones formativas.

Las conveniencias del enlace, se instauran a través del prestigio. La publicidad busca, si le es posible, un objeto de prestigio, de fama, o de reconocimiento masivo anterior, como garantía de reconocimiento prestada al producto que anuncia, aumentando la función anunciante desde el producto hacia sí misma, hacia el orden de la industria cultural, que se instituye como lugar bastante más abierto que un simple apéndice de la sociedad de consumo, merced a esta mostración de se capaz de «atraer a su lado», al arte y al pensamiento que la prestigian. Ahora bien, es inevitable entender que no se trata de una alianza, presisamente en el modo propagandístico, de unas convicciones que se reconocen afines, sino de un arriendo de figura. Una conmoción -si es que la hay-, nos hace ver, como en un espectáculo esceneficado, las ruinas de lo romantizado (de la heredad romántica latinoamericana) en nuestros pensamientos, pues no se trata de entender la publicidad como arte, menos como lugar de fisura, sino del ambiguo desvanecimiento de lo que había sido un lugar de inconformidad y posibilidad de fisura, ligada a la capacidad individual de crítica. ¿Se trata de una moralina aquí contra Fellini? La duda respecto a esto se mantiene, es decir, parece difícil entender en qué momento los procedimientos de comunicación publicitaria, y por extensión, de las actuales redes de comunicación e información masiva, hacen del individuo emisor un signo comunicante cuya densidad se hace sólo estética. ¿Y por qué puede molestarnos precisamente eso? Parece indudable que lo puesto en crisis es algo tenido por cierto, que ahora viene a quedar como resto anticuario. ¿No hay un resabio de aquel desprecio a priori por la industria publicitaria o, en general, por la industria cultural? Tal vez sea así, sin embargo, lo que nos dificulta para desembarazarnos de la moralina es saber que ella, la industria de la publicidad, es promotora entre nosotros de una idea de iluminación unilateral de los objetos, o también: que ella se instaura como representación y voz del poder económico. Una serie de incertezas deben ser explicitadas por lo pronto: si bien es fallido ver en la publicidad audiovisual una alianza inherente o consustancial con el autoritarismo económico del capitalismo transnacional, no es posible dejar de constatar, en el mecanismo de asimilación, una desarticulación de aquello tenido en su despliegue de origen por reacio, resistente a los modelos de vida y conducta propiciados por el desarrollo de la sociedad super-capitalista. Cuando aquello asimilado, proveniente desde una respusta individual, grupal o social, por frágil que sea su certeza o su base experiencial, es transformado en imagen de espectáculo diríamos epidérmico, cuyo verbo, por llamarlo así, es reducido a la trivialidad de una retórica de frases hechas, a fin de ser reconocidas inmediatamente por el espectador «medio», el objeto asimilado lo es en virtud de ese reconocimiento anterior, cual puede ser la lucidez, o la argumentación por una conciencia de hacer, pero engalanado -son las reglas del juego- en favor de un inevitable, y desde luego, un legítimo sí al producto que anuncia, con lo cual lo reacio, lo resistente, pasa a ser puesto como otro espectáculo, en medio del sistema global del espectáculo.

NOTAS

1.- » Pero los films que nacen de tales modelos narrativos industriales son intercambiables: el deber de transparencia prohíbe el secreto y la unicidad de un film. Orson Welles se preguntaba: ¿Para qué trabajar tanto si es para fabricar sueños ajenos? Hay que decir que Welles, al creer a la industria capaz de soñar, daba pruebas de optimismo. Aceptar su postulado equivaldría a confundir el sueño con la mitomanía interesada, la mentira calculada. A pesar de todo, seremos más optimistas que él: aun cuando la industria se perfeccionara (en su tendencia al control de todo), nunca llegaría a ocupar el espacio de incertidumbre ni la polisemia propia a las imágenes; nunca lograría la posibilidad de transmitir un mundo privado en tiempo presente donde radican varios pasados y varios porvenires. Raúl Ruiz: Obra citada, pág. 138

2.- Cineastas y publicidad ¿pololeando con el arte menor? Philippe Rouger. PANTALLA No 2. Enero Febrero 1996. Págs 43-45. Me parece que esta revista, de lamentable poca duración, nos provee de una explicitación y discusión de los problemas del cine nacional, desde la perspectiva de esos auspicios indirectos en que el cine se ha beneficiado de los recursos obtenidos a través de la prosperidad publicitaria. El subtítulo en las portadas es claro: «Arte e industria del cine y la televisión». Su eclectiscismo es representativo de lo que aquí estudiamos.

3.- Debo esta frase a José Román, en una crítica a Ginger y Fred en ENFOQUE No 7. 1986. Págs 68 y 69: «Está, desde luego, su visión esperpéntica de una Roma empapelada con la grosería publicitaria.» Sin duda, mi disgresión acerca del trato Fellini-publicidad es una lectura, si se quiere, en demasía «personal», pero no obsta al silencio. El silencio, en este caso, me resultaría una simple postergación, una cautela que temería más al ridículo que al error. Tal error, si lo es, podría ser decretado por otra crítica respecto a Ginger y Fred, en ENFOQUE No 6. 1986, escrita por David Vera-Meiggs: «La caricatura va dirigida a la publicidad, presente e insertada violentamente dentro de la narración, a su excesivo erotismo y a las breves imágenes (filmadas en exteriores) de Roma, que resultan obvias en el deseo de crear el contraste entre las montañas de desperdicios y el cartel «Roma limpia»(…) Todo hace espectáculo y en esta óptica Fellini tiene una cierta ambigüedad; critica, muestra, pero al mismo tiempo se fascina con el espectáculo; Giger-Giulietta y Fred-erico-Marcello vuelven cada uno a su casa, satisfechos de haberse encontrado y haber cumplido con los nuevos ritos de la religión contemporánea, como todos hacen. Es posible preguntarse si Fellini no lo habrá hecho también, porque queda en el aire la sospecha de que el filme es perfectamente proyectable en la televisión, a pesar de todo.» (Los subrayados son míos). Pero ¿qué es lo que sugiere Vera-Meiggs?, tal vez, que Fellini no es, ni con mucho, un sufriente ante lo que critica, o que critica y satiriza para resolver una insoportable visión, sino que participa con algún grado más o menos detectable de deleite por el monstruo del espectáculo. De ahí, su arriendo de figura a la publicidad no representaría sino esa parte cómplice, legítima que sería absurdo anatemizar, en cuanto nadie puede pretenderse no conscupiciente. Pero lo que yo quisiera no es desear o exigir la «incorruptibilidad», ni otro tipo de cristianidad al uso, sino la necesidad de no trivializar el desvanecimiento de las posibilidades de sentido a la rebeldía, (resistencia me parece un térrmino demasiado elegante aquí) por mínimas que sean, o desarticuladas que estén por el sistema de la razón cínica.

 Vicente Plaza 2003

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