Martín, Amigo mío.

José Luis Medel
Ilustraciones de Vicente Plaza

        Vagaba yo por la ciudad como tantas veces aquel día. Agobiado, me interné por apartados barrios al caer la tarde. Los faroles comenzaban a encenderse pálidos, en las calles aún no oscuras del todo, provocando en mí sensaciones próximas al miedo que nos agita en sueños. Con pasos inseguros, creyendo andar por frágiles decorados me encontré más tarde, merodeando titubeante en torno al emplazamiento de un circo, cuyo aspecto era, de peligrosa inconsistencia.

Atraído por la actividad que allí reinaba, me deslicé furtivo entre trastos y carromatos hasta las jaulas de las fieras. Tras los barrotes podía ver los estropeados animales; en sus ojos adormecidos me pareció comprender que vivían dominados por una tristeza que se me antojo monstruosa. De algún modo hipnotizado por la visión de los animales, permanecí inmóvil contemplando sus ojos indescifrables. Las gentes del circo se afanaban trabajosas sin atender a mi presencia, de seguro, la función tendría lugar en contados momentos a juzgar por la creciente laboriosidad que me rodeaba..

Confinado a mí mismo, sufría la fascinación de las fieras como suspendido en el tiempo. Repentinamente, fui arrebatado de mi ensoñación por una voz conocida.. Ante mí, se presento igual que salido de la nada un hombre de acomplejada contextura. Grande fue mi sorpresa al identificar en esa figura macilenta, a mi viejo amigo Martín, a quien no veía desde innumerable tiempo. Demacrado y tembloroso, Martín, me abrazó con efusión.

-¡ Aristodemo!, Dejó oír su voz, ¿cómo llegaste aquí? ¿Qué?, ¿Qué haces aquí? Pero, ¡Si no has cambiado nada!

Dejó de hablar y volviendo a abrazarme palmoteó mi espalda, riendo ruidoso, visiblemente emocionado con nuestro reencuentro.

Sorprendido por el inesperado acontecimiento, lo miré turbado. ¿Estás en el circo? Pregunté; y sin esperar respuesta le di antecedentes de mi situación actual. Nada gratificante, le dije, evidentemente desdichada. Por cierto, agregué, me hacía feliz, de modo notable, el haberlo encontrado después de tantos años.

Intercambiamos impresiones sobre nuestras vidas, y rememorando antiguas vivencias nos encaminamos hacia su miserable vestidor. Comprobé que Martín vivía en el Circo, hablando en ese cuarto maltrecho, Martín me explicó con esfuerzo que su ocupación de payaso era una infamia contra sí mismo, aunque era un asunto transitorio debido a una sucesión de adversidades. El tránsito de Martín, supe después, duraba ya cinco incómodos años. Del exterior llegaban los ruidos de la función, que iniciada a tiempo transcurría sin inconvenientes. Entretanto se acercaba el momento de la actuación de Martín. Con temblorosos gestos royéndole las manos, Martín preparaba su indumentaria. De pronto cesó con brusquedad sus preparativos y encarándome, sin miramiento alguno, me dijo:

– Aristodemo, deberás reemplazarme! No estoy en condiciones, tu podrás hacerlo. ¡Sí, lo harás! en la Universidad. ¡ Recuerdo tus actuaciones Aristodemo, sí! Con el traje y debidamente maquillado nadie podrá notarlo.

El rostro se le iluminó profusamente. Yo le miraba con espanto, mientras articulaba con dificultad auténtica:

¡No! ¡ No Martín, no podré ! ; lo siento. Callé, el corazón me palpitaba desbocado. Tu sabes que no tengo aptitudes para esto, continué, pídeme cualquier cosa; pero, pero esto…

¡Bagatelas! Replicó Martín con ojos exaltados, ¡Sí que podrás! ¿Qué duda cabe? ¿No estarás pensando en negarme tu ayuda, amigo mío?

Sin atender a mis reclamos me alcanzó triunfante el traje, los zapatos y un grotesco sombrero de colores estridentes. Instándome a asumir mi papel, me animaba con muecas y gestos. Él mismo me ajustó una grasienta peluca de tintes rojizos. Vestido en segundos con tan insólito vestuario, Martín procedió con maestría a maquillarme, transformándome de golpe en un doble suyo o en él mismo. Dando los últimos toques a mi atavío, Martín me instruyó rápidamente en los secretos de su rutina, tendiéndome luego, una botella de aguardiente de la que bebí un largo trago, pues temblaba de pies a cabeza. La hora apremiaba y tomando nota mental de las instrucciones de Martín, fui empujado por sus brazos al exterior. Con tembloroso dedo me señaló, por último, la entrada de artistas.

Lo hizo en el momento preciso. Por el altavoz pude oír a pesar de los nervios que me consumían, mi nombre, es decir, el de Martín, acompañado de una fanfarria festiva.

Con enorme pánico a cuestas me adentré en la carpa por el sitio indicado y con paso vacilante me encontré en el centro de la pista. Las luces me dieron de lleno en el pintado rostro. Con tímida mirada alcancé a percibir que numeroso público asistía esa noche, el sudor me corría por el cuello copiosamente y las piernas me flaqueaban. La muchedumbre esperaba impaciente mis piruetas y graciosas palabras.

Conteniendo el aliento y dispuesto a actuar pese a todo, me incliné teatral en una reverencia. Mi sino era negativo. La reverencia fue exagerada; sin preámbulos me fui de bruces contra el piso, enterrando la cara en el aserrín de la pista. Los espectadores quisieron aplaudir, pero pronto se percataron de mi torpeza, guardando un despreciativo silencio. Me levanté enérgico y gesticulando con vehemencia intenté contar el primer chiste. Voces se alzaron airadas desde el público: ¡ Más fuerte!, ¡¿Qué te pasa, ¡¿dejaste la voz en el camarín?! ¡Sí, habla más alto, estúpido! Gritaban coreando burlones.

Probé reparar mi error, dejando escapar una risotada diabólica, impropia de un payaso. Dando saltos recorrí toda la pista imitando a un mono con la intención de ganar el favor de aquella gente insensible. Tratando de provocar la risa con volteretas y contorsiones absurdas, me di cuenta claramente, sin embargo, que todo estaba perdido. El gentío despiadado me abucheaba indignado, mi voz no era en absoluto escuchada y entre brincos y aleteos, volví a caer sin el más mínimo decoro, vergonzosamente.

-¡Saquen a ese imbécil! Aullaban algunas voces.

-¡Sí, llévense al farsante! Dejaban oír otras.

-¡Vete al diablo infeliz, bastardo! Gritaban muchos.

Horrorizado y martilleándome las sienes me veía sin salida, objeto de este tratamiento brutal. Armándome de valor, casi al borde del desmayo, alcé la voz entre los insultos de la multitud;

-¡Canallas!, Increpé en un alarido, encarando al público vociferante. ¡Vengan por mí! ¡Si se atreven! ¡Infames! ¡Cobardes! Diciendo esto, caí de rodillas con dramatismo. Nada ya podría redimirme.

Las voces y el furor de los espectadores se tornaron insoportables. ¡Es un impostor! dejó oír una voz iracunda. ¡Sí! Vocearon los otros, ¡Es un impostor, desenmascarémoslo ya!

Después de estas palabras vi con espanto indecible, que desde los primeros asientos se levantaban hombres y mujeres dispuestos a atraparme. Voces de niños se sumaban chillando, podía oír que decían que yo, pretendía engañarlos; se burla de nosotros dijo uno claramente, rompiendo a llorar. No podía creer lo que oía.

Ante el peligro inminente ya no escuché nada más. De un salto me abalancé hacia la salida seguido de una turba dispuesta a aniquilarme. A toda marcha atravesé el túnel de artistas abriéndome paso a puntapiés y codazos. Los integrantes del Circo observaban atónitos mi carrera desenfrenada, el penosos evento consternaba los rostros. El Director, micrófono en mano intentaba calmar los ánimos pero era tarde.

En mi huida un domador y una trapecista quisieron detenerme al tiempo que decían: Martín ¿Qué te pasa? ¡No soy Martín! Les grité zafándome de sus garras y continué mi carrera con ímpetu renovado.

Logré salir de la carpa cercado por numerosas personas, entre las que se contaban ahora, integrantes del elenco y el propio director. ¡Atrápenlo, es un falso Martín! Podía oír mientras me escabullía desaforado. Ya era noche plena y la oscuridad profunda me impedía orientarme. Yo escapaba dando traspiés enfundado en ese absurdo atuendo, calzado con aquellos horribles zapatos que siendo niño, tanta admiración me causaron. Esperanzado en quitarme de una vez la indumentaria nefasta, pensé refugiarme un momento entre las jaulas de las fieras, pero comprendí en el acto que sería una acción suicida. No había tiempo para nada de aquello, debía desaparecer de allí a como diera lugar.

Luego de una pausa tan corta como un respiro, emprendí nuevamente la huida acorralado por gritos, insultos y blasfemias que desde cortísima distancia, daban fondo a mi escapada. Superando desesperado el terreno inmediato al Circo, di con una calle pobremente iluminada, adentrándome en esta sin ninguna vacilación y a punto de perder el aliento. Con toda la rapidez que me permitían mis menguadas fuerzas alcancé la esquina sintiendo tras mío la furia de mis seguidores. Quise continuar atravesando la calle, pero volví hacia mi derecha al encuentro de un autobús que se acercaba en mi dirección a velocidad moderada. Agitando los brazos para detenerlo, y a toda carrera me encaramé de un salto en el vehículo sin esperar a que se detuviera completamente.

Pasé corriendo, directamente al fondo, pidiéndole al chofer que cerrara al instante la puerta y aumentara la velocidad; soy perseguido le dije, ya le pago.

Bañado en sudor me dejé caer en un asiento sintiéndome a salvo. Jadeante me quité, no sin dificultad, el pérfido traje y con una manga del mismo procedí a limpiarme la cara, sacándome tan ingrato maquillaje. Abandoné luego el vestuario en un asiento vecino, la peluca la había perdido hacía ya mucho rato. Conservé puestos los zapatos y me entregué al monótono traqueteo de la marcha, con la mente completamente en blanco. Así, pasé toda la noche, viajando de autobús en autobús. Al amanecer me encaminé a mi casa con los zapatos bajo el brazo y el cuerpo sacudido por el viento helado de la mañana. El sol, asomaba ya, anunciando un día esplendoroso. A Martín, mi viejo amigo, nunca más volví a verlo.

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