El amor impenitente, o esa pasión que nos consume.

Acababa de pedir un café y esperaba a que el camarero lo trajera, con la mirada atenta en la portada de un libro recién conseguido por mí. Dispuesto a dar cuenta enseguida e sus páginas, me entretenía aún, estudiando la encuadernación y los caracteres impresos con sobriedad máxima en el lomo del libro. Sin más, diré, que se trataba de una rara edición de las obras completas de William Blake adquirida pocas horas antes a un precio irrisorio. Apenas hube levantado la cubierta del volumen, decidido a entrar en materia., cuando una voz de mujer de tintes acariciadores, me hizo alzar los ojos. Grande fue mi asombro al comprobar que se dirigía a mí, y no menos asombrado, constaté la envergadura de su belleza. Elegante y altiva permanecía junto a mi mesa la desconocida; solícita se veía, a trabar conversación conmigo. Con voz insinuante y desplante exquisito me dijo: perdone la interrupción, se veía tan entregado a la lectura, pero viéndolo así, tan atento a su libro no pude resistirme a hablarle. Mi nombre es Paulina. Diciendo esto, alargó una blanca y bien formada mano hasta mí. Destellos rojos lanzaron sus uñas.

-¿Me habla a mí? Inquirí, cínico, pues era evidente que no podía ser de otro modo. Oyéndome, echó la cabeza hacia atrás dejando ver su albísimo cuello, sacudido por una risa cantarina. ¿A quien más? La oí pronunciar alegre y graciosa.

M puse de pie con rapidez, trastabillando confuso. Sonriendo, cogí su mano y retirando la silla más próxima a mi sitio, me presenté invitándola a sentarse.

-Aristodemo, dije sin vacilar. Aristodemo Goycolea (oculté mi auténtico nombre, provinciano a mi juicio para una ocasión como esta), encantado, continué diciendo, estoy a su disposición… ¿Qué desea beber?

Paulina tomó asiento de inmediato con una fantástica sonrisa iluminándole el rostro. Llamé al camarero y ordené traer lo que mi audaz acompañante deseara. Ella se inclinó por agua mineral. Yo por más café.

Serían las cinco de la tarde y nos encontrábamos, el uno al lado del otro, disfrutando del cálido sol que bañaba la terraza el café, cayendo oblicuo sobre la mesa. Mirándonos a los ojos pudimos admirar la tarde, elogiamos el lugar y fantaseamos respecto a la procedencia de la decoración del café, acorde con nuestras flaquezas estéticas. Debo decir que por momento temí que Paulina quisiera birlarme el libro (Le lanzaba continuas miradas ávidas), ya se verá que mis temores eran infundados. Después de dar cuenta de tres tazas de café y dos botellas de agua mineral por mi parte, ella, pregunto con natural encanto:

-Arsistodemo ¿Qué ocupación tienes?

-¿Yo? Pronuncié titubeante, sacado de golpe de un diálogo ingenioso y grácil, lleno de matices y giros elocuentes por esta pregunta en extremo pedestre. Yo soy lector. Sí, ¡un lector! Por fin exclamé satisfecho.

-¡Extraordinario! Casi gritó Paulina, mostrándose gratamente impresionada por mi respuesta. Pareció no caber en sí de alegría debido a aquella insólita ocupación mía; dicha sin escrúpulo alguno de mi parte.

-Aristodemo, me dijo, una vez recuperada de la impresión que le causaba mi oficio; ¡siento que seremos grandes amigos! Con una amplia sonrisa continuó diciendo. Ahora debo irme pero, ¡volvamos a vernos! Aquí su tono fue imperioso. Te espero hoy, a las nueve, en mi casa. Calló mirándome encantadora. Yo me sentí sonrojarme hasta los huesos.

-Será un placer, expresé, asintiendo con la cabeza y las manos de manera ridícula, admirándome de mi actitud servil y condescendiente. No quería en modo alguno perderla de vista. ¡Ahí estaré! Admití, suplicante.

-No lo olvides. Diciendo esto, Paulina se levantó ágil, al momento que apuntaba su dirección en la misma servilleta que momentos antes, había ocupado, como insinuando con ese gesto, que no sólo dejaba su dirección (algo abstracto, me dije), sino también un documento de su presencia. Indesmentibles, poblaban la servilleta signos inequívocos de ella, un ligero olor y la huella de sus labios, la humedad de su boca.

Se alejó lanzándome un saludo, antes e perderse tras los arbustos que separaban la terraza del café de la calle. Por increíble que parezca, una vez quedé solo, una horrible indecisión se apoderó infausta de mí. Asaltado por las dudas vacié el resto del agua de un vaso que no supe, si había sido el suyo o el mío. Calibré el asunto; de ir ya no podría dedicarme a mi libro, con devoción, como tenía planeado. Si no iba desaprovechaba de plano, una oportunidad preciosa, invaluable…¡No, no iría!, mas, la vida jugosa me llamaba…Estaba en esto cuando apareció el camarero con la cuenta; Apremiante le hablé, mirándolo directamente a los ojos:

-¡Dígame! ¿Qué opina Ud.? ¿La lectura o la vida?

-Oh, señor mío –dijo él- la vida por supuesto y así…entre nosotros, viéndola a ella. ¡no! No más dudas. ¡La vida! Y dando una mirada discreta a mi joya literaria, agregó: si Ud. me disculpa, haciendo un guiño malévolo. Agradecido le di una suculenta propina y dejé el lugar. La vida me dije, precipitándome por las calles con dirección a mi departamento. La tarde arrebolada iniciaba su descenso, yo caminaba ansioso deseando que el tiempo pasara veloz. Con el libro bajo el brazo llegué algo más tarde a mi puerta; disipados los temores y las dudas me sentía poseído de una resolución inquebrantable.

Me presenté a las nueve en punto en su casa. Pulsé el interfono y una voz insinuante, la suya, contestó envolviéndome en ensoñaciones. Ella misma abrió la puerta, ataviada con un fino vestido de seda, el pelo engalanado vistosamente con una flor. Se veía majestuosa, pensé, mientras pasaba a la sala precedido por ella,; Admirando su andar y el diseño de su vestido la seguí complacido. Paulina elogió mi puntualidad indicando un mullido sillón de dos cuerpos para que tomara asiento. Nos encontramos así, muy juntos hablando de las cosas más diversas. La casa respiraba quietud y yo, sospeché con acierto, que éramos los únicos ocupantes de esta. Paulina me ofreció un trago y, acto seguido, salió en busca de hielo. Aproveché su ausencia para inspeccionar la ornamentación del lugar. Sobria, inferí. De buen gusto, mezclaba irreverente aspectos clásicos y modernos, en ocasiones al borde de la extravagancia. Paseé la mirada por la superficie de un cuadro de grandes dimensiones, colgado en la pared que tenía enfrente.

-Aquí está el hielo, pronunció Paulina entrando triunfal con la bandeja y todo lo necesario. Comprobé con temor que se había soltado el pelo y venía descalza; puso la bandeja en la mesita y me sirvió un whisky, el que acepte de buen grado, mientras comentaba abundantemente el cuadro que en su ausencia estuve mirando. Obra de un pintor desconocido por mí, en él advertía a un maestro de la expresión abstracta, indiqué a Paulina, el rigor formal y la huella de un gesto único, contundente, daban al cuadro gran calidad.,observé, en un impulso crítico. Paulina me dirigía miradas arrobadoras, insistiendo graciosa, en la “formidable ocurrencia”, así la calificó, de hablarme en el café por la tarde.

-Pensé que traerías el libro, me dijo ella, cogiendo mi mano acariciante. Me dejó helado, sentí como si hubiera recibido una puñalada y temí, sintiéndome herido, que me pediría el preciado ejemplar y yo, débil de mí, no podría en modo alguno negarme. Con el alma en un hilo respondí, la voz queda:

-No, no lo traje. ¿Por qué lo dices? Con los labios temblorosos esperaba las palabras fatídicas, en tanto secaba el vaso de un golpe, helándome la lengua con el hielo no deshecho, aún.

-Sólo pregunto porque, viéndote en la tarde tan ensimismado en el, creí que te acompañaría a todas partes; bueno…si no ese libro, al menos algún otro. Dijiste que eras lector, eso dijiste, y para ello hay que tener libros a mano.

Aliviado por frases tan sinceras, le advertí de la inutilidad de portar un libro en una circunstancia como esta (nuestra circunstancia), me parecía absurdo, indiqué, permanecer atado a un libro todo el tiempo.

-Tienes razón, arguyó, sin embargo me he interesado en ti con intensidad y, callando, lanzó un hondo suspiro. Yo la miraba con fascinación manifiesta. Paulina entonces expresó: quisiera que me leyeras; deseo que me leas, concluyó.

Seducido ya, no podía apartar los ojos de ella. Paulina presentaba un peligroso fulgor en las pupilas, dilatadas después de terminar sus palabras. Atribuí tal brillo al licor, pero pronto me di cuenta que ella no bebía, su vaso con agua mineral era signo suficiente. Impresionado reparé en que hasta ahora no había visto un solo libro en la casa. Con el alma llena de confusión y la mente bloqueada le pregunté sin rodeos: ¿Leerte? ¿Cómo?

¿Ahora?, ¿Qué quieres que lea?,; por favor, Paulina, aclárame este asunto, rogué indecoroso.

-¡Aristodemo! Exclamó, te pregunté si me leerías ¿Qué quieres que aclare? Sólo di, si o no, es todo. Debes saber que si lo haces me harás tan, ¡tan feliz! Esto último fue dicho en un desfalleciente gemido.

Cautivado hasta los huesos pronuncié, No lo dudes ¡Claro! Puse más whisky en mi vaso y mirándola con ardor a los encantadores ojos reiteré, no te quepa duda, no lo dudes.

-¿Me lo juras? Preguntó, ahora trémula.

-¡Te lo juro! Afirmé, en una exclamación triunfal. ¡Si, lo juro! Volví a decir; ¿De qué se trata? Inquirí, todavía jurando con las manos.

-Más tarde lo sabrás, ¿Qué apuro puede haber? Y, diciendo esto, su bella mano pellizcó mi mejilla.

-¿Más tarde, dices? Reclamé, reteniendo su mano junto a mi cara para apoderarme de su aroma. Yo deberé irme pronto. Ya resulta inconveniente mi presencia aquí, a horas tan avanzadas.

-¡Tonterías! Dejo oír Paulina con entereza, estamos solos y nadie vendrá a molestarnos, por lo demás, ¿A quien podría importarle nuestra vida? Cálmate, Aristodemo, disfruta; yo te pongo al alcance una pasión –aquí, palidecí ostensiblemente y sentí que la espalda se me helaba- Cogí el vaso y bebí un largo sorbo, haciendo un ruido horrible al ingerir con avidez.

–¡Aristodemo!, querido, no lo tomes así ¿Qué te pasa? Te hablo de la lectura como pasión, de eso hablo. Para ti ¿Es así?

-Por cierto, contesté azorado, como no estar de acuerdo contigo, si lo dices de una manera tan…sugestiva; en tu boca suena de maravillas. No me opongo en absoluto a consideración como esta.

Paulina se encontraba ahora muy cerca de mí, sentada en el sillón, a mi lado, casi me rozaba con su aliento. Sus manos jugueteaban de continuo con mis dedos, por momentos sentía el calor de sus yemas en mi nuca. Paulina balanceando su cuerpo me llenaba del olor que sus movimientos exhalaban. Sometido a estímulos tan preciosos no podía más que ratificar mi opción por la vida, asumida pocas horas atrás (Aunque en este caso involucraba también la lectura, como pude comprobarlo) De improviso, Paulina, acercó su rostro al mío y me besó con unción. Pensé que el corazón se me saldría por la boca, la vista se me nubló de golpe.

Después de abrazos portentosos, juegos y caricias inconfesables, yacíamos muy juntos en su cama. Luego de besarnos impetuosos, habíamos decidido llegar a este punto extremo. Ahora mi cuerpo rozaba el suyo, y ella, espléndida, extendía su desnudez magnífica a mi lado Una luz difusa pero suficiente nos permitía vernos, semiadormecidos nos lanzábamos miradas aún ardientes. Así nos encontrábamos, cuando, intempestiva, Paulina se incorporó imponente, ofreciendo a mis ojos toda la maravilla de su extraordinario cuerpo. Su hermosura me dejaba sin aliento (poco me quedaba ya); ¡Me leerás! Pronunció implacable, desde la altura de su belleza con voz enronquecida.

-¡Si¡ Exclamé, ¡Si! Afirmando mis palabras con todo mi cuerpo.

Dicho esto y apartando las sábanas, se acomodó de modo que pudiera yo, disponer de toda su escultural anatomía. Paulina permanecía con la cara vuelta al cielo y yo, viéndola extasiado trataba de adivinar el contorno de su perfil; ella arrodillada alargaba los brazos hacia mi como instándome a abrazarla. Estaba a punto de tomarla por los hombros y besar su abundante cabello, cuando, por su cuello y sobre sus espléndidos pechos empezó a aparecer algo así como un tatuaje ¡de la nada!. ¡Paulina! Grité con espanto reprimido ¿Qué te sucede?. Paulina no respondió y pude darme cuenta que su respiración se agitaba, ¡Oh, demonio de la perversidad!

Presa de un fascinación abominable, no podía en modo alguno apartar la mirada de su cuerpo. Comprendí que de el surgían caracteres y superposiciones de textos como impresos en su piel, antes tersa y blanca. Quise escapar pero no pude moverme, abismado, comencé a leer con dificultad –Deberás leerme completa, ordenó su voz desde lo alto-, entregándome pronto, aunque no sin esfuerzo, a esa lectura infernal. Horrorizado, trataba de reconocer a la que, por la tarde, conociera en el café.

Acurrucada a mi lado, por momentos sentada o en cuclillas, Paulina fue ofreciéndome impúdica, cada centímetro de su piel, dejándome ver entre pliegues mórbidos, restallantes frases, oraciones y textos completos. Impactado, en efecto, por semejante fenómeno, el horror me cubría de sudor helado. Tiritones convulsos me recorrían; yo leía castañeteándome los dientes , tratando de dar a mi voz temblorosa carácter, recitaba aquella interminable aparición de párrafos y párrafos. Me di a la lectura con frenesí. SA veces sutil, otras estrafalarias, de tanto en tanto inverosímiles, aparecían las páginas como sobre una pantalla imprimiéndose y sobreimprimiéndose vengativamente en la carne de ¡Paulina!

Agobiado, con un talón suyo entre mis manos, después de haber leído incontables veces su geografía, al fin exclamé desquiciado, sobreponiéndome a duras penas a este ejercicio irracional:

-¿Qué es esto mujer? ¿Qué suerte de diabólico ardid has montado? Desde la cabecera de la cama su voz murmuró entre susurros entrecortados:

-Aristodemo, tranquilízate; es la máxima garantía de mi amor, de la totalidad de mi amor. Entretanto, escuchándola, yo era testigo ¡y protagonista! De los más extravagantes y arbitrarios entrecruces de escrituras que, jamás, pensé debían ponerse en un mismo plano. Quería abandonar la lectura, pero una fascinación malsana, no me permitía olvidar ese cuerpo sin más.

-Cálmate, Aristodemo, amor, continuó diciendo luego, con su seductora voz y la belleza intacta, No nos separaremos más … ¡nunca más!

Yo, al borde del colapso interior y exterior, la oía, cubriéndome los ojos con la almohada que, ¡pavor!, sentía llena de letras. Con una margo sabor en la boca me incorporé en un instante y profundamente alarmado la interrogué:

-¡Paulina! ¡Quien más te ha leído inquirí, dramático. Nadie, nadie más, sólo tu. Respondió sin ruborizarse. Afirmación por completo falsa a juzgar por el estado, harto gastado en que se encontraban, algunos textos. ¡Mientes! Grité. ¡Paulina! Alma mía, ¿Por qué me mientes?-Calla, me dijo, soy toda tuya, continuando con el desparpajo más desvergonzado: es verdad, ha habido otros…lectores simples, pobres aficionados, vulgares diletantes; ¡Nada comparado contigo, Aristodemo, tu! ¡Un auténtico profesional! Diciendo esto con los ojos entornados, exhaló un hondo quejido corroído por la impudicia, mientras su cuerpo era atravesado por ligerísimos temblores, espasmos y contorsiones; todas expresiones evidentes de indisimulado placer. Ante este espectáculo, intenté calmarme en tanto me bombardeaban aún, sus escrituras, que, ahora aparecían más espaciadas, menos insistentes, casi invisibles entre su carne que ya volvía a ser la que al comienzo de la noche, amé impaciente. Difícilmente sereno y en un descuido de Paulina me deslicé de la cama, separándome con alguna dificultad de su abrazo poderoso. Jurando volver, me vestí a toda prisa y salí de esa casa nefasta, alejándome de ese cuerpo maravilloso pero fatuo. Con los nervios destrozados, me escurrí de allí, prometiéndome no volver a pisar aquella casa; tampoco volvería a pisar un café y, menos aun, trabar amistad con una mujer de modo tan irreflexivo.

Dejé atrás ese genuino monumento del exceso y me adentré en la aurora que ya se adivinaba. Mirando como despuntaba el alba, me prometí a mi mismo, no entregarme ya más, nunca más tan mansamente a nada y sobre todo, no confiar jamás en categorías tan inestables y dudosas como la vida y la lectura.

José-Luis Medel

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