LA POESÍA ES UN ACTO EPISTÉMICO
¿Y el rol de la investigación en el pensamiento poético (sígnico), en qué nos va? Pues
admitimos que, en rigor, uno no piensa del todo soberanamente su problema, sino que es
pensado por su objeto, es pastoreado por él. El pensamiento nos tiene. ¿De qué sirve adelantarse?
¿O sólo sería cuestión de esperar y dejarse coger? ¿Cómo pasar del in-vocar al pro-vocar?
De comienzo, cabe una pregunta demorosa, a saber, ¿qué resulta ser y en qué deviene el
acto de investigar?
La investigatio, como ‘seguimiento de la pista o las huellas’, examina el vestigium, que
no es orginariamente sino la huella estampada por el peso de un pie de aquel (o de aquello) que
avanzando se retira. Pero, ¿qué es lo que de suyo se retira? Por lo pronto, lo que da a pensar. ¿Y
por qué da a pensar? Pues, en principio, precisamente porque se retira, sustrayéndose.
Aun más, tengamos presente antes que nada que si el término” investigación” significa
‘hacerse cargo de los vestigios (encontrados)’, entonces investigar será, por una parte, sopesar el
paso de una presencia que se ausenta, habiendo dejado ahí su estampa, y, por otra, cavilar en
torno a ese retiro de lo que se retrae en la omisión de su presencia.
Equivale, en consecuencia, a interrogarse qué es lo que estuvo ahí y ya no está, y por qué
ha dejado de estar lo que ahí estuvo. Dicha retracción ha de ser pensada como fuga de nuestro
lado, como di-vergencia.
Hacerse cargo, entonces, de la huella, sí, de lo que pide ojalá poder palparla (en su
hondura y en su pendiente) fijar con ello el rumbo de dicho retirarse, pues se trataría de algo que
pasa, algo que muda, algo viajante. Investigar, así, es también ir tras aquello que se nos retrae, en
su búsqueda y persecución, y hacia su hallazgo. Concebimos a este último como destino, porque
reconoceríamos lazos originarios con la radiación de su vacío. Esto implica recorrido, traslación.
Peregrinaje, modificación del propio lugar por las clementes o inclementes circunstancias del
arrojo. Como también implica recuperación o restauración del contacto con lo sustraído, aunque
(en un sentido rotundo) nunca antes lo hubiere habido. Esto es, seducción, conquista,
proyección. A fin de cuentas, proyecto.
Éste es nuestro breve manifiesto de trabajo para anunciar la poesía no sólo como creación
de poemas, sino y sobre todo como disposición, como actitud, como prestancia, como cuidado
(sabiendo dejar venir lo que ha de llegar) en el viaje creador y destinante del sistente que hace
cosas y que, además, piensa en las cosas que hace.
Fernando van de Wyngard / 2005
lo inminente
FERNANDO VAN DE WYNGARD
a aquéllos a aquéllas a aquéllos
definitivamente encontrados
los unos resueltos dados los otros
en el espontáneo flujo del metal fuera del espacio de su arte
derramado y tras el límite craneano
en sólida tremendura y áfona la quididad se establece
diciendo(se):
neuronas reuníos en una caedena de fuego
arded
como una sola y gran herida y seña
de que he encontrado salvas las creaturas
algunos dentro de oquedades y las oquedades conteniendo
agonizamos desconocidos
como si el género nos lanzara sin orden en la bravura estructural
de la hoguera y faltos de sí constituidos y aún perimetrales
cuidando en juros la llegada del quien viene roído por sus fasmas
vamos despejando camino al respirar cárneo de la locura
digo roído por sus fasmas y demás mordeduras en que llega a ser
a veces el instante
recintos perdidos son en buena cuenta los fosfóricos
acontecimientos que embanderan la edad y la furia
¿a cuántas fechas del socorro?
nos escuchamos dando gritos retrospectivos
la escena se desagrega
torcido ya el curso del marear
mientras unos yacen definitivos
(los) otros cuyo vértice se enciende contra su sombra genital
arrojan despidos los vueltos del átomo que cesan y sobrecogen
los unos irreparables fermentos de los otros que acontecen
dejan sus sillares para alzarse convenidos y en nuevas geometrías
conversos expulsos detrás de sí contemporáneos de sus crías
y de las crías de éstas ad infinitum todos presentes y caníbales
no bien facultados de prevenir es que están en camino puestos
y tallados en la potestad de saberse
la memoria gira infinita sobre un hecho nuclear vacío e inexistente
desfondados vamos en travesía ante la hondura en que suele caber
la totalidad del lenguaje relampagueando la cura y una tardía
observación arquitectónica del trapecio del que nos prodigamos
llameando como serpientes -el qué vaya acaeciéndonos sea lo neutro
de lo cual no llevamos nota
nostálgicos unos expuestos al flujo corpuscular del recuerdo
de esos otros aguardan peligrantes de su ser haciendo terreno
allí donde los más pierden el sentido y los propios su propiedad
mas de dónde repito de dónde el ánima espacia su orden su fase
con los ojos suyos idos saltados como peces voladores
fuera del océano endiablado en órbitas elementales esta corporalidad
va manifestando su rango en la maniobra de la propia súbita
consideración hasta caer de sí ya de tal manera desoída
JULIO DE 1996
POST SCRIPTUM PARA UNA OBRA BREVE
Inminencia: ¿inminencia de qué? Este es un modo de
preguntar ilegítimo, que falla de entrada, pues quiere
forzar un problema sin haberlo fundado previamente en
cuanto tal. Por lo demás, agreguemos, este qué del que
se pregunta, en cuanto padece una inminencia, bien
podría quizás llegar a ser, por lo mismo, también, (lo)
innómine.
Aquí el auténtico problema con que habérselas no sería
propiamente el qué-sea lo que haya de acontecer,
inminentemenete, sino más bien el cómo aquel texto
poético (del que este post scriptum opera como contra-
Introducción) se constituye en campo de una
inminencia,
en área de anunciamiento de esa llegada que dice
nombrar.
Conquistar el estado de la pregunta, no cabe duda es, la más
difícil de las tareas. Y no tanto así desplegar la revelación
que invoca, ya que, con certeza se dice, una pregunta bien
planteada contiene siempre dentro de sí su respuesta. La
verdadera dificultad de esta tarea prefigura una sucesión de
etapas consecutivas y consecuentes, cuya ruta consiste en
avanzar por los actos de trazar, fundar, levantar, habilitar y –
finalmente- habitar en cada caso, la pregunta. Hacia el
cumplimiento de dicha habitación se dirige todo el ser de la
preguntabilidad, como un llegar a vivir propiamente desde la
herida de mundo que abre abismo en el suelo de lo real. Vale
decir, no haciendo vivir la pregunta en uno, sino a uno en
ella. Aquel cumplimiento de habitación supone convertir, así,
la
falta-de-lugar real del poeta justamente en su lugar: sea pues
que en su profesión debamos reconocer la realización del
principio de espaciamiento.
El que sólo haya propiamente hablando, una única obra
poética publicada en ya sobradamente cumplidas dos décadas
(“El valle del murciélago”, Inicios de 1984, veinticuatro años
de edad a la sazón) –hasta la presente-, obedece a una
resistencia y a un buscado distanciamiento de lo literario,
cuya expresión eximia ha sido tradicionalmente la
publicación libresca, el libro verificado como objeto
trascendental de consumo. En aquel entonces se trató de una
autoedición que quiso ir de mano en mano como un presente
limítrofe, extremado, en el sentido de donar el objeto libro
como acontecimiento y no como legajo. Rehuía de otorgarle,
en este caso al habla, el estatuto de bien administrable bajo
las exigencias de la mediación mercantil, cuya ley domestica
inexorablemente y vuelve dócil a ese poder desatado en el
minuto inherente de su generación.
Vano intento para un tiempo en que aún no terminaba de
reconocer que el acontecimiento y, por ende, el propio oficio
del hacer no es, de suyo, nunca aséptico. En cuanto registro
disciplinario, se va desencubriendo esencialmente sucio y
contaminado, desviado y divergente. Y lo cierto es que
estamos llamados en lo más profundo a desbordarlo. Para
conjuración del sentido emblemático de la identidad.
En el paso de estos veintiún años (un vasto lapsus, por lo
demás) de quehacer silencioso, ha habido dos momentos
fundamentales. El primero, un tiempo de alguna manera
tribal, ingenuamente crítico (forzados a confesar), pleno de
exaltación histórica, vivido bajo la noción épica (formulada
más tarde como tarea) de el hacer-ciudad, donde
conjuntamente con el fervor de descentrar y diseminar el
polo subjetivo del poder, tuvimos puesto el empeño en
establecer tejidos relacionales y tender redes para el entonces
desmantelado intercambio simbólico. En éste, insertos en el
levantamiento ciudadano (del que nos sentíamos parte), nos
entregamos autónomamente, en fin, a las muchas peripecias
de la gestión cultural, aquella que se sostiene no sólo en la
creencia de una cierta eficacia de las políticas de la
enunciación, como tales: empuje de una humanidad; sino
también en la suposición misma de que haya un otro lado de
dicha enunciación, vale decir donde tras de sí exista
constituida e integrada algo así como lo que denominamos
una humanidad, con la que contar. De la fatalidad
incubábamos no más que un presentimiento. Todo ese
primer momento se vino abajo sin remedio, no sé si sorda o
estrepitosamente, mas en cualquier caso indetenible, ya que
el sentido antropológico mismo de su pulsión entró en
colapso.
¿Para qué (i.e., en último término, para quién) publicar,
entonces, si justamente fue la arquitectura de lo público la
que se nos desplomó entre las manos sobre su propia
fundación? Aquel cuestionamiento por la arqueología de la
escucha ardió largamente como una escocedura, sobre todo
en las partes más desolladas por el hastío. Falaz, el supuesto
tan propio de los tiempos de modernidad de que entre obra y
ágora hay una contigüidad que es posible surcar con el puro
gesto ostensivo
-y animatorio- del editor. Un humanismo patético que, en la
medida de su sepultación, me fue abriendo a la concepción
de que la obra no se determina por una salida definitiva de lo
privado a lo expuesto, sino que por el estar en el-ser-de-larelación,
por el estar en el circuito de una posibilidad.
Experiencia y acontecimiento que, por necesidad, es siempre
regional: alumbrar un lugar, habilitar una morada, espaciar.
El segundo momento de los mencionados, en cambio, se
constituyó en un largo periodo eremítico, en un extenso
proceso de desvinculación y falta deliberada de pertenencia –
no del todo lograda, nunca enteramente cumplida-,
precipitándome en él como en un destino, sustituyendo el
hábito del lugar por el proyecto de la carencia: ocultar antes
que todo el carácter, insignificarse, desperfilar el dibujo del
poder y perder posición, hasta desequilibrar la figura. Una de
sus consecuencias epidérmicas ha sido tornar fantasmático el
propio pasado, desorbitando la memoria y descapitalizando el
nombre propio. Trampeando, confundiendo, logrando pasar
inadvertido –incluso ante uno mismo. Borrando
sitemáticamente los rastros de esta deriva existencial.
Años de estudio de filosofía, entretanto, hilvanaron el
desarrollo de ambos momentos. Y no hace falta decir que nos
llevamos mal la institución y yo.
Por una lado estaba ella, la que busca cauterizar las heridas,
la que se desea cauteladora de una ciencia (nada menos que
ciencia de la verdad, o bien de la imposibilidad de ésta), la
depredadora del animus, la del desamor al tono y al tempo de
la lengua, la deserotizante, la que no cree en el estatuto
vinculante de la palabra fundadora. Más bien, pretendiendo
que la palabra sea un dispositivo transparente que desaparece
frente a lo real (que sería así significado), sencillamente no
hace fe ninguna en el lenguaje. La sola excepción reglar de
este disciplinamiento fue la figura filial de P.O. y su traza. Y
por el otro lado –en sus antípodas- estaba yo, vale decir el
propio pathos, llevándome por el filo alveolar de la
demencia, donde hallé desangrados muchas veces los cuerpos
a que dan lugar las distintas tramas pulsionales (cernida
permanentemente la guadaña sobre mi voz) y, en ocasiones,
también, huracanada la rosa de los vientos. Pero insistió la
revelación, el espesor inaugural del lenguaje. Devine amante
de la textura contingente de la experiencia: en tanto
oportunidad de asistir a la continua escenificación
primigenia. Y en esa tal respiración ya no me fue posible
seguir sosteniendo que es el hombre quien posee el lenguaje,
sino que terminé de rendirme frente al hecho de que es el
lenguaje el que posee al hombre.
De ahí la decisión de poner el ánimo atento a los dos modos
eminentes de la búsqueda, a saber: la investigación y la
consideración, los que consisten originariamente, el primero,
en hacerse hacia las huellas del territorio (los vestigios
conducentes, la grammé de una pisada que se retira) y, el
segundo, en estar vigilantes a los signos del cielo (la
orientación estelar requerida por la travesía, los
acontecimientos siderales, las constelaciones, el sino).
Dentro de este todo significante, los gestos de investigar y
considerar constituyen los modos recíprocos de poner la
existencia en tensión hacia lo que de suyo se sustrae. Más
ahora, donde tal sustracción se nos da que pensar, a partir del
privilegio de esta época postmetafísica.
Si nativo en 1959 (en Santiago de Chile), ¿qué hacer, por
Dios, de nuevo, otra vez presente en el impreso (por un gesto
de mi propia mano, debo decir), cursando una edad
desencantada? Sin embrago, propondría tomar los términos
en sentido rigurosamente inversos: ¿qué no hacer, entonces a
una edad que me libera de toda ansiedad de filiación y, por
lo tanto de cualquier sanción al, interior de las nóminas del
acontecer ilustrado? Pues sólo gracias a una súbita
exaltación, a un excitado impulso de desprendimiento, de
despojo y de objetivación (donde conducir al estamento
objetual), que en este minuto existenciario me posee –
rompiendo con ello el extenso silencio autoimpuesto-, como
una irrefrenable necesidad de evidenciar el flujo de que va de
mi organismo hacia otro organismo que ha de ser necesario
(y necesitado) de encontrar, para cerrar el círculo de mi
destinación frente a un mundo que no sabe como
contenerme; sólo así –digo- parecerá posible restituir el curso
de una circulación imposible. Una que brotara como la
secreción arcaica (y de alguna manera rudimentaria) de una
productividad, entendida originariamente en el sentido de
poíesis. Vale decir, en el sentido de que la obra misma sea
tanto más el proceso de su propia gestación que su posterior
inscripción como producto. Y, así, por la restitución de esa
imposible posibilidad, suceda que el demonio (el daímon)
que me arroja a trabajar la notación de una serie interminable
de enmarañados cuadernos de campo, se desplace
transferencialmente a los ojos que se posen sobre esta huella
y la “trabajen” (R. Barthes) o sean “trabajados” por ella (D.
Anzieu), para alcanzar así, por la acción del gesto demónico
de la multiplicación refrendada, el cuerpo conflictivo de esos
otros que habiten, también, el suelo de la misma encrucijada,
dondequiera que se hallen.
Y es que entiendo la poesía como un viaje espistemológico (o
quizá deba decir, mejor: epistémico).
Esto es (a diferencia de una operación intelectiva) el viaje en
el que se busca persistentemente alcanzar el umbral, allí
donde la contención de las combinaciones sintácticas del
mundo que habitamos se inflexiona. A fin de cuentas, el viaje
como obra, que no es otra cosa que la remodulación de sí en
el seno de la devaluación constante del texto ontológico de la
comunidad.
Mas, lo que rige la vida poética consiste, precisamente, en el
ponerse cada vez y siempre en camino, y en el dejarse
conducir por las señas que de él mismo emanan, que el
mismo dona en su encaminamiento. Aunque, por cierto,
pienso heideggerianamente en el hodós griego (la senda),
acariciando, despues de todo, la última y decisiva frase que
cierra la obra “Amereida”, que dice sencillamente, como si
nada dijera: el camino no es el camino.
Fernando vw. / stgo. Invierno 2005
(NOTA: Aunque esta contra introducción fue escrita
básicamente de inmediato a posteriori del cuerpo textual, da
cuenta de la voluntad que me animó a romper el silencio, en
esta misma estación, en el transcurso del año 1996. Sin
embargo todas las indicaciones temporarias de períodos y
duración han sido modificadas, acorde a la real fecha de
edición, que no es sino aquella con que se sella la firma de
estas líneas, en tanto vigentes.)